La Gran Ciudad

Cuando todo el mundo se ha parapetado en el confort de su hogar, y el silencio en la ciudad lo envuelve todo...

Cuando el frío se introduce en el cuerpo, teniendo como destino  los mismos huesos...

Darío, el pordiosero, buscaba ese rincón especial que le permitiría descansar hasta el amanecer.

Su pellejo estaba acostumbrado al rigor de las calles.

Al pie del imponente edificio dejó caer el cartón que llevaba bajo el brazo, y se acostó en él como si fuera una esponjosa cama.

El sueño pronto le venció. Su fuerte ronquido lo confirmaba. 

Más allá, dos desconocidos se acercaban conversando animadamente.

Se detuvieron; y sacando de sus bolsillos, pequeños sobres de papel, los vaciaron en el dorso de la mano, e inhalaron.

Luego, en medio de mohines y carcajadas, a lengüetazos quitaron el rastro del polvillo, pero... también habían quitado el feliz sueño del indigente.

— ¡¡VÁYANSE DE AQUÍ, MALDITOS!! — dijo este, abriendo apenas sus ojos.

Los extraños voltearon, y tras verle, cruzaron miradas, cuyo significado no tardaría en revelarse. Caminaron hacía él jugando a los empujones. El hombre, intuyendo las intenciones se puso de pie para alejarse, pero ya estaban ahí.

— Qué pasó, abuelo. — dijo el más fornido. 

Pero, antes de que el abuelo hiciera o dijera algo, este, envió un patadón a su estómago, que lo dejó sin aire y doblado en dos. Su amigo, un flacucho colorin con ojos muy brillantes, aprovechando el ángulo,  le encajó otro patadón, quebrándole la nariz. 

La golpiza no paró. Patadas y puñetazos hicieron fiesta en el callejero, dejándolo casi muerto.

— Sí, viejo. Ya nos vamos. — dijo el fortachón, enviando un salivazo al ensangrentado rostro del desdichado. El colorin hizo lo mismo, sólo que, la mitad de la saliva quedó colgando de su boca. Cosa de la que parecía no darse cuenta. Seguramente, producto de la alegría y éxtasis del momento. 

Los tipos continuaron celebrando en su caminata por las desiertas calles de... la gran ciudad.